Desde que te ví parada ahí

Me creíste un pichón. Quizás lo soy, no sé. Pero desde que te vi parada ahí, frente a mí, lo supe: “Un águila fingiéndose gorrión”, pensé.

Aeropuerto de Panamá, vuelo hacia Quito. Atrasado. Escaseaban asientos donde esperar y yo, distraído, ocupaba dos. El mío y el del maletín del computador.

Te paraste cerca, con la valijita rodante al lado. Sobre tu trajecito verde, el arbusto de pelos negros te escondía la cabeza. La cara. Me estudiabas. También al entorno.

Todo un lanzamisiles en busca del blanco, tus ojos volaban de un objetivo a otro: la gente sentada, los parados, los que entraban del corredor, las ventanas, yo, el monitor de la puerta treinta y dos, el asiento de al lado. Saqué el maletín. Sin agradecer, te sentaste.

Las alas de tu chaqueta se levantaron. Mostraron el pantalón pegado a la convexidad radical de tus nalgas. Te acomodaste encima de ellas. Diste vuelta el cuerpo hacia el corredor: nada de contacto conmigo. Ni con nadie más.

Eso querías aparentar, ¿no? “Viajo sola”, me dirías después, en el avión.

Desde la sala de espera me di cuenta que no. ¿Cómo? Por las maletas que llevaban. En un aeropuerto especializado en gangas de valijas, tironeabas de un adefesio rodante demasiado miserable para tus zapatos. Para tu traje. Además, inusual. Con aire casero, desprolijo, dentro del resto de perfecciones que exhibías. Reconozco que si no hubiera sido por los otros, no te hubiera descubierto. Pero si la casualidad es grande, también debe serlo la sospecha. Los distinguí entre la gente: un hombre, bajo y fornido, y una mujer rubia, casi iguales a ti. No en aspecto físico. En porte. En actitud. Bien vestidos, ojos rapaces. Alerta. Pero lo más gritante: valijas idénticas a la tuya. Marchitas. Imposibles para un padrón estándar.

El monitor de la puerta treinta y dos empezó a titilar. Llamaron.

Me aproximé al embarque enseguida. Tú no. Ni los tuyos. Se quedaron mezclados en la cola.

- ¡Pasaporte y tarjeta de embarque en mano! – pedían.

Me hice el que no encontraba el documento. Quedé allí, en la puerta de entrada, fingiendo rebuscar. Observando.

Primero fue la rubia. Pasaporte cubano. Luego tú, ídem. No hay dos sin tres: el hombrecillo exhibió ser una muestra de la misma fábrica. Como lo eran, sin duda, las valijas de los tres. Luego, lo que sabes, van en clase ejecutiva, tú al lado mío, en el pasillo. Los otros dos juntos, del otro lado. Actúan como si no se conocieran. Bien, lo reconozco. Naturales.

Me hice el dormitante. Sirve. Entreabres los ojos y parecen cerrados. Los abres cuando necesitas, con un “recién me despierto” en la mirada.

Me reí. La rubia se fue al baño y el gnomo, creyéndose en la intimidad de ustedes tres, no se levantó para darle paso. Le mordisqueó la nalga cuando la tuvo a tiro. La rubia sonrió, pero ni lo miró.

- ¿De visita a Ecuador? – te pregunté. Asentiste con la cabeza. Nada de hablar.

Aproveché para mirarte de costado, bajo los cabellos. Luz lateral. Me parecía que tenías algo de bigote, pero era mala depilación. Sombra. Error primitivo, el tuyo: ¡primero sol y luego el afeitado! Es al revés, darling.

Te concentraste en la comida. No aguanté. Sin diversión la vida pasa insípida.

No condimentada:

- Bastante duro, Cuba, ¿verdad?

Me miraste. Forzaste tu inexpresión. Atajaste la sorpresa. Dudé si usabas timidez o entrenamiento. Seguí:

- Es difícil salir de allí.- Otra vez me responde tu cabeceo. Te había escuchado agradecerle a la funcionaria, en la puerta: muda no eras. Perseveré:

- ¿Usted es funcionaria del gobierno? – disparé a quemarropa.

Negaste, pero me viste aspirar para hablar otra vez. Adivinaste que seguiría hasta que hablaras:

-… No, soy profesional liberal. Hago ropa fina.

“Seguro que no son valijas”, pensé.

- Interesante, ser empresario en Cuba. Debe sentirse como un cura en la Meca.

- Más o menos...pero hay de todo. Cosas buenas y malas.

- Ya el hecho de no dejarlos salir inclina bastante la balanza…

- Hay otras aspectos, la salud, la justicia social.

- Claro, claro. Seguramente los dirigentes del Partido viven en los mismos lados que los peones de la caña.

Sonreíste. Le pediste auxilio a la revista de a bordo. La abriste en cualquier lugar. Metiste tu cara dentro. La rubia volvió. Ni se miraron.

Ahora el hombrecito se para. La deja pasar: hay público. Tú, ni miras.

- ¿Se está escapando de Cuba? ¿Piensa quedarse por acá?

Respiraste hondo. Te supiste atrapada. No responder hubiera sido peor:

-… No, claro que no. Vengo por negocios. Como le dije, hay cosas buenas y malas en Cuba. No en vano Latinoamérica está yéndose a la izquierda.

- ¡Ja! ¿Usted lo cree? ¿Cree que este es de izquierda? – golpeo la foto de Chávez en el diario. Tú, finges apenas mirar. Pero bien que detectas. Procesas.

- ¡Este trabaja para los fabricantes de armas! Cualquier imbécil se da cuenta.

Ahora sí, se te escapa. Por un momento me miras. Escrutas si acompaño el verbo con los gestos.

Con el rostro.

Pensé que entrabas en mi juego. Me equivoqué. Cuando alzaste otra vez la revista en la hoja del “free shop”, ataqué:

- Hay que mirar siempre la ruta del dinero. Cuando alguien actúa raro, diferente, la pregunta debe ser: ¿quién gana dinero con esto? En el caso de Chávez, es claro: crea tensión en la región, entonces Colombia, Ecuador, Bolivia, la propia Venezuela, Brasil, etcétera, compran armas. Los contribuyentes sudamericanos estaban con cuentas bastante saneadas, como los estadounidenses antes del once de setiembre. Todo el dinero se les voló a los yanquis hacia las arcas de los fabricantes de armas. Lo mismo pasará con los latinoamericanos. Lo que podría usarse en progresar, en educar. En salud. Todo se lo llevarán los fabricantes de muerte ¿Instigados por quien?

Te codeé para mostrarte otra vez cómo golpeaba el retrato de Chávez con gorro de béisbol.

Lo miraste el tiempo mínimo posible. Optaste por la huída. También te fuiste al baño. Me gustó el desfile, aunque la chaqueta te tapó bastante lo más interesante.

¡Qué bien te verías de tacones! Pero, claro, usabas los zapatos precisos: sociales en apariencia, deportivos en esencia.

Otra vez fingí dormir. El plástico de la ventanilla me reflejaba el pasillo. A la vuelta me miraste. Como para fotografiarme. Estudiaste. Te sentaste usando los movimientos más escuetos posibles.

- ¿Viene a Ecuador a vender ropa? – te sorprendí otra vez.

- …sí, claro. Aunque, como ya le dije, en Cuba todo es distinto, los negocios se hacen diferente…

- Tan “distinto” que tienen que tener a la gente encerrada.

- Tiene razón – cambiaste de estrategia.

- Entonces, ¿le quedó claro lo de Chávez? Piénselo, si quiere el bien del pueblo venezolano, ¿qué gana montando el circo contra Estados Unidos?

- Sí, todo claro. Lo que usted dice es cierto.

Ahí sí, me descocaste. Normalmente los que andan en lo tuyo no se salen del libreto.

Respiran disciplina. Pero hiciste algo fuera del protocolo: me agarraste la mano.

Fue breve. Como una felicitación. Tus dedos cubrieron los míos. Una onda suave, llena de calor habanero. De Camagüey. Me llenó la boca de azúcar marrón y clorofila.

Con la otra mano apartaste los cabellos que te tapaban el rostro.

Tus ojos manaban de lugares profundos. Potables.

Salieron del avión como preví: separados. Primero tú. Varias personas después, el bajito. Casi al final del desembarque, la rubia. Justo delante de mí.

Yo los miré pasar a través de los cristales del tubo de desembarco. Gracioso: a los tres se les trancaron las ruedas de las valijitas en el mismo pequeño peldaño de unión. Una ondulación mínima. Casi nada.

¡A la rubia hasta se le soltó de la mano!

A esta altura te preguntarás muchas cosas. Supongo que, primero, por qué te escribo. Fácil: desde aquel momento en el avión, siento sed. La calmo bebiendo limonada mentolada. Jugo de guanábana con caña y hielo. Pero no se va del todo.

Pestañeo y, como supondrás, aparecen tus ojos.

Pero el motivo principal es porque quería decirte que nací el año del triunfo de la revolución.

¡Salud!

Ah, supongo que querrás saber cómo conseguí tu dirección de correo. Ustedes, los de los servicios secretos, son tan previsibles como llenos de recursos.

Bueno, yo también ando en lo mío.

Comentarios

  1. Saudade me ha dado el rasgo fundamental del estilo inherente en lo que escribes: haces que el lector sienta que es el que inspira o protagoniza tus relatos, incluso los poemas.
    Me gusta.

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